El vino exige
Lentitud
Entrevista con Miguel Ángel Millán,
mejor sumiller del mundo en 2023.
Por Noelia Jiménez
El vino exige Lentitud
Entrevista con Miguel Ángel Millán, mejor sumiller del mundo en 2023.
Por Noelia Jiménez
La vida, en ocasiones, encuentra extraños caminos de brindarte un destino. Puedes empezar transformando metales preciosos en sueños y, después de cuatro o cinco giros de guion, encontrarte soñando con un preciado metal que reconoce tus brindis exquisitos. Y luego, de vuelta a ti mismo, parar, pensar, mirar… y volver a descorchar tu esencia.
Miguel Ángel Millán es uno de estos hombres para quienes las causalidades desbrozan el camino. Eso y su intuición, que bien podría ser vecina y casi siamesa de su sensibilidad. Y su disciplina, sus ansias de aprender. Todo ello le ha llevado a volar: las alas que bordan la espalda de su chaqueta de trabajo son el mejor símbolo del cielo que surca como sumiller y, sobre todo, como ser humano que se crea y se recrea en cada pellizco de emoción.
Elegido mejor sumiller del mundo en 2023 después de una fulgurante carrera en tres de los mejores restaurantes de España (Jockey, Santceloni y DiverXO), paró para no perderse entre pruebas de velocidad. Así es como ha llegado a su nueva meta volante: EMi, un proyecto junto al chef Rubén Hernández Mosquero que ha nacido con vocación de sorprender y emocionar más allá del paladar.

Tu llegada al mundo del vino es una carrera de fondo: del catering de alta gama a los restaurantes asequibles y de ahí a Jockey, donde te conquistó la sumillería… así que empezaste a formarte. ¿Cuándo te dijo tu olfato que ese era el camino? Hice muchas cosas antes: fui empresario e incluso trabajé como joyero artesano. Tenía cierta sensibilidad para hacer cosas artísticas, pero me frustraba estar siempre en el taller y no alcanzar a tratar a la persona que disfrutaba de lo que yo había hecho, así que lo dejé. Empecé a trabajar en el catering Norema Salinas y me llamaba la atención ver cómo la gente se aproximaba a la comida y la importancia que le daban al vino. Cada día me obligaba a salir de mi zona de confort: era un reto servir en lugares muy distintos y desarrollar mi ingenio para que el servicio fuera siempre excelente, con los recursos que tuviera. Un día cambió todo. Fui a una tabernita de vinos y me dije: "Voy a probar uno". De pronto acerqué mi nariz a aquella copa y empezaron a aparecer infinidad de aromas: fresas, grosellas, arándanos, pétalos de rosa… ¡No me podía creer que aquello fuera vino!
¿De qué vino hablamos? De uno muy sencillo y muy bueno: Luberri, un rioja de maceración carbónica. El vino más joven que existe en el mundo.
¿Cómo pasaste del catering a Jockey? Pues de nuevo fue casi "casual". La empresa entró en crisis, empecé a enviar currículums a otros caterings… y me llamaron de Jockey. Aquella fue mi escuela. Solo entrar allí era como pisar la historia. Había abierto sus puertas en 1945 y seguía como entonces: cubertería de plata, servicio exquisito a la antigua usanza, compañeros de más de sesenta años… y yo no llegaba a treinta. Estaba tan motivado que llegaba el primero y me iba el último, era siempre voluntario para todo… y, como ya había empezado a hacer mis cursitos de vino, cada vez que llegaba un pedido al restaurante lo cogía y lo llevaba a la bodega para poder seguir aprendiendo allí. En Jockey entré de camarero y terminé de jefe de rango, con el cargo más importante de la sala. Y sirviendo en cenas de gala en el Palacio Real y en ocasiones, sirviendo a la propia reina.
Y de nuevo un cierre te obliga a reinventarte. Jockey cierra sus puertas en 2012… y, para entonces, yo ya había avanzado bastante en el aprendizaje sobre el vino. Me inscribí en el curso de Maestresala de la Cámara de Comercio de Madrid, fui primero de mi promoción y gané la prueba de excelencia. Por esa misma época me ponen en contacto con Santceloni: me ilusionaba mucho porque aunaba toda la trayectoria de Santi Santamaría con un toque contemporáneo. Allí conozco a David Robledo, el sumiller, y él apuesta por mí para ocupar la plaza de segundo sumiller. Y de nuevo sigo con mis cursos, en este caso de sumillería, en el que también saco las mejores notas y vuelvo a ganar la prueba de excelencia. En Santceloni aprendí tanto que llegué hacer funciones propias de un primer sumiller: entonces me di cuenta de que debía irme si quería seguir creciendo. Y fue cuando me ofrecieron irme de jefe de sumilleres a Kabuki Wellington.
¿Cómo asumiste esa responsabilidad? Cuando llego a Kabuki puedo hacer las cosas a mi manera, plantear algo más creativo. Y me doy cuenta de que esos cortes de pescado tan delicados requieren vinos muy diferentes, así que empiezo a hacer viajes para conocer nuevas propuestas. Es el momento en el que me inspiro en la región de Champagne, en Borgoña, en el Valle del Loira, en el Piamonte, en Alemania, cuando me introduzco en el mundo del sake… y, sobre todo, cuando conozco a Juancho Asenjo, uno de mis grandes maestros en el mundo del vino. Por aquella época también estudio la certificación Wine & Spirit Education Trust (WSET). Todo esto me da una visión global del mundo del vino… y provoca un nuevo cambio en mi carrera: me doy cuenta de que quiero aprender no tanto en las aulas, sino en la vida, en mis viajes. Buscaba la parte más emocional del vino.
¿Cómo aparece en tu vida Dabiz Muñoz? Venía de vez en cuando a Kabuki: los recibía a él y a algunas personas de su equipo, sobre todo a Pedro Casado, el CEO. De pronto un día me explican que necesitan casar su cocina con el vino y con una experiencia en la sala y que han pensado en mí para ello. Y acepté el reto.
¿DiverXO fue un nuevo salto de tu zona de confort? Sin duda: construí su bodega desde cero y, después de seis años allí, la dejé con dos mil referencias y dos maridajes. Pero, sobre todo, me permitió desarrollar una parte creativa gracias al diálogo entre lo que el chef quiere transmitir con su plato y lo que van a encontrar los clientes. Mi misión era que la historia del vino pudiera continuar la historia del plato. Durante seis años dediqué un día a la semana a buscar estas armonías. En este tiempo me dieron el premio Metrópolis al Mejor Sumiller y, después, el premio al Mejor Sumiller del Mundo por "The World's 50 Best Restaurants". Y esto encajaba con algo que yo ya estaba empezando a sentir: que mis objetivos estaban cumplidos.
Así que decides parar. Me di cuenta de que no iba al trabajo con la misma ilusión. Que ya no tenía mariposas en el estómago. Y también necesitaba descansar: quería tiempo para mí, para estar con mi mujer… y para pensar en cuál iba a ser mi siguiente paso.

El descanso tampoco ha sido muy prolongado… No, la verdad. Por el camino he empezado a dar formación: quería probar a ser profesor para ver cómo me sentía y lo cierto es que desde el principio fue genial. Y, al mismo tiempo, también he ido haciendo alguna asesoría, ayudando a ciertos restaurantes a confeccionar su carta de vinos; he viajado, he visitado bodegas… He recibido propuestas de restaurantes con estrellas Michelin, ofertas de importadoras, de distribuidoras de vino… y no me veía en nada de ello. Hasta que un día me llamó Rubén [Hernández Mosquero]...
... Y aquí estamos, en EMi. Es curioso cómo la vida nos ha puesto en el camino. Lo conocí el día que vino a comer a DiverXO. Me dijo: "No tomo vino nunca, pero estando tú aquí quiero que me hagas un maridaje". Cuando se fue me felicitó… y no nos volvimos a ver hasta la entrega de 50 Best. En un lugar tan grande como el auditorio de la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia resulta que Rubén estaba sentado justo en la butaca contigua a la mía. Y luego me dan el premio, y estoy en una nube… y pasa un tiempo hasta que Rubén me escribe y me dice que ha llegado a Madrid desde Nueva York y que le gustaría hablar conmigo para que le eche una mano en un proyecto que quiere arrancar. Y así empezó mi etapa en EMi.
Con Rubén compartes la visión de "emocionar desde la excelencia". ¿En qué se traduce, sensorialmente? Compartimos, lo primero, la pasión por la alta gastronomía. Y también nuestra con- vicción de que las cosas se pueden hacer de otra manera, que puede existir buen ambiente en un restaurante: la felicidad de quien viene a comer aquí es la clave y para eso también han de ser felices los que están dentro.
¿Ese cuidado de las emociones es crucial para el éxito? Sin duda. Cuando estás trabajando transmites parte de tus emociones. Si estás bien en tu trabajo y con tu equipo, lo vas a reflejar a tus clientes. Además, implicar al equipo, hacerle partícipe y formar una especie de familia genera una mejor conexión y hace que todo fluya.
“Para mí es clave escuchar al chef, conocer su visión, su sensibilidad y su forma de entender el producto. Después, traduzco esas sensaciones a la parte líquida, buscando vinos que amplifiquen el mensaje del plato, que lo abracen o que lo reten, pero siempre con coherencia y fusionando las armonías clásicas con apuestas conceptuales. La base clásica nos da estructura y lo conceptual nos da libertad.”
Y volviendo a las emociones por la excelencia… ¿de qué hablamos, exactamente? De una experiencia que no deja nada al azar. Cada plato y cada copa se piensan para que el comensal no solo saboree, sino que sienta. Es un equilibrio entre técnica impecable, creatividad y calidez humana. Para mí es clave escuchar al chef, conocer su visión, su sensibilidad y su forma de entender el producto. Después, traduzco esas sensaciones a la parte líquida, buscando vinos que amplifiquen el mensaje del plato, que lo abracen o que lo reten, pero siempre con coherencia y fusionando las armonías clásicas con apuestas conceptuales: la base clásica nos da estructura y lo conceptual nos da libertad. El reto está en que el comensal reconozca lo familiar y, al mismo tiempo, se sorprenda con algo que no había imaginado.
¿Qué tiene la bodega de EMi que la hace única? Rubén y yo hemos construido una gran bodega, con tres mil botellas y mil referencias de todo el mundo. Y digo esto a pesar de que estoy convencido de que una carta de vinos no se mide al peso, sino por la calidad de lo que ofrece. A todo esto se suma que, cada vez que pruebo un plato de Rubén, empiezan a brotar infinidad de ideas en mi cabeza: cómo lo puedo armonizar, cómo podemos desarrollar un storytelling, cómo podemos abordar ese plato desde distintos puntos de vista.
¿Podríamos decir que eres un hombre de emociones y de historias? Sí. No suelo hablar mucho de la parte técnica del vino: es verdad que he estudiado mucho porque sé que debo tener buenos pilares, pero para mí, a la hora de contar el vino, la clave es transmitir cómo lo bebo yo… ¡que no es más válido que la manera en la que lo bebes tú! A los clientes les dejo mucho de mí… y me llevo mucho también.
¿Cómo se traduce toda esa sensibilidad que tienes y toda esa emocionalidad de tu trabajo en los cinco sentidos a la hora de presentar un vino o de hacer un maridaje? El gusto y el olfato están claros… ¿y los otros tres? Todo cuenta y estéticamente quiero cuidarlo todo. Respecto a la vista, tengo muy en cuenta cómo dejo la copa, cómo la coloco, cómo la acerco… Y, además, en EMi hemos cuidado mucho la cristalería: todas las copas son artesanas y sopladas a boca. Para mí la copa es como el pincel de un pintor y permite disfrutar el vino de la manera más propicia. Hemos apostado por la cristalería checa de Izaak Reich y con ella ahondamos en esta performance que supone poner sobre la mesa piezas únicas que, una vez saboreado el vino, dejan sobre la mesa una estética especial. Si hablamos del oído… te diría que siempre destacan de mí que entono de una manera especial y que doy mucha importancia a las pausas. En cuanto al tacto, en EMi las texturas tienen un protagonismo esencial y eso es mérito de Rubén, que ha intervenido en toda la elección de materiales y en la sensorialidad del espacio –incluidas las plantas de la jardinera exterior, que son su debilidad–. Hasta el diseño de la bodega fue idea suya.
Dices que no olvidas las caras y los vinos. Cuando conoces a una persona, ¿sabes qué vino puede representarla? Según entra un cliente por la puerta comienzo a fijarme en un sinfín de detalles: si sonríe, si tiene una actitud activa, si, por el contrario, se hace pequeñito… Luego les hago algunas preguntas y, a medida que va avanzando la experiencia, voy conociendo más al cliente y voy adaptando mis armonías hacia lo que pienso que le puede agradar más.
Vaya, que eres un alquimista de las emociones… Me encanta adaptar mi propuesta a los diferentes paladares, siempre dentro de lo que yo quiero hacer, de mi propia personalidad. He tenido la suerte de trabajar en sitios muy buenos con paladares muy exquisitos, pero también es importante adaptarme a las personas que no saben nada de vino y ayudarles a disfrutar descubriendo algo nuevo de manera sencilla.
¿Qué crees que tiene Madrid para haberse convertido en un auténtico referente de la alta cocina? Yo creo que es una capital mundial y que cada vez se encamina más hacia esto. Es un crisol de culturas y esto nos enriquece y hace que tengamos en la mente una sociedad más abierta. Antes notaba mucha diferencia entre Madrid y ciudades como, por ejemplo, Londres. Aquí, al estar en un país productor de vino, era difícil salirse de nuestras referencias. En otras capitales europeas, en cambio, podías encontrar cartas con vinos de todo el mundo, entre otras cosas porque los consumidores tenían una conciencia más global.
¿Y esto ha empezado a cambiar? Completamente. Y nos estamos moviendo al extremo contrario demasiado rápido: tenemos acceso a vinos de todo el mundo y hay proyectos aún no consolidados que se convierten en un boom mundial por una publicación que se hace viral… y un vino que estaba a 50 euros alcanza tres cifras. Me parece peligroso que el vino coja ese ritmo, porque es todo lo contrario de la lentitud que exige, no solo en su proceso de elaboración, sino en su disfrute.
¿Cuál es la experiencia más memorable que has vivido con el vino en Madrid? Muchos de mis mejores amigos son sumilleres o tienen relación con el mundo del vino y hace un tiempo empezamos a reunirnos en la Casa de Campo para disfrutar del vino que propone cada uno. Nos juntamos diez amigos, con una comida clásica de tortilla de patatas y filetes empanados… pero, eso sí, nuestras copas buenas y botellas fantásticas, de añadas especiales. ¡Es divertidísimo! Catamos a ciegas y nos lo pasamos fenomenal: son días absolutamente fantásticos.
¿Qué tiene Madrid para conquistar a los amantes del vino? Tiene diversidad, accesibilidad y una comunidad cada vez más apasionada. Puedes encontrar desde pequeños bares de vinos con joyas escondidas hasta templos gastronómicos con cartas de más de mil referencias. Espacios como La Angelita, Taberna Laredo o La Tintorería Vinoteca para mí son referentes. También, por supuesto, los diferentes proyectos vinícolas que hay en Madrid, con especial atención a las bodegas de la sierra de Gredos. Además, el vino es parte del ADN social madrileño: acompaña reuniones, celebraciones y conversaciones de sobremesa.
¿El vino se puede considerar una forma de arte? Sin duda. El vino es interpretación, sensibilidad y creatividad. Igual que en un cuadro o una obra de teatro, detrás hay un autor con una visión y un mensaje que el espectador —o el bebedor— hace suyo.
El vino es interpretación, sensibilidad y creatividad. Igual que en un cuadro o una obra de teatro, detrás hay un autor con una visión y un mensaje que el espectador —o el bebedor— hace suyo.”

Y además hemos hablado de que, de algún modo, su puesta en escena es una performance… Para mí el vino es arte porque lo hace el hombre. Siempre hay unos factores naturales determinantes –procedencia, variedad de uva, clima, etc.– pero también en algunos productores hay una parte artística porque esa persona interpreta el vino de una manera especial.
Terminemos con un pequeño juego. Propón a nuestros lectores un vino para saborear cuatro experiencias. La primera, una tarde en el Museo del Prado. Elegiría un Jerez amontillado viejo, por su complejidad y su capacidad de dialogar con siglos de historia.
¿Un paseo por el Paisaje de la Luz? Aquí apuesto por un albariño fresco y aromático, que capture la luz y la vida de ese paseo.
¿En una jornada de shopping en Ortega y Gasset? Una Garnacha de Gredos, sofisticada, fresca y con estilo, que se deje beber sin esfuerzo.
Y para concluir el día, ¿un brindis en el Teatro Real? Sin duda, con un champagne vintage, elegante y con carácter, digno de una gran noche de ópera.

